jueves, 15 de marzo de 2012

Mi verdad...

No hay verdad en sí con la que se puedan medir nuestras perspectivas. E incluso estas últimas tampoco pueden ser establecidas para siempre.
Este último carácter relativo es precisamente lo que la filosofía se ha propuesto negar desde el momento en que Platón proclamó, como máximo objetivo de la contemplación e incluso de la vida humana, la búsqueda de lo absoluto, de la verdad metafísica. Una verdad que ya no dependía de la persona que la formulaba, sino que se tenía que rastrear en el reino de lo suprasensible. Una verdad que ya no respondía a las exigencias de la vida, sino que por el contrario, actuaba reprimiendo y castrando. El cristianismo, el “platonismo del pueblo”, como Nietzsche lo denominaba, prosiguió en esta dirección. Proclamó una verdad absoluta, que se convirtió en el punto de apoyo de aquellos que no eran lo suficientemente fuertes como para poder crear por sí mismos, en la lucha de la vida, su propia verdad. Dios servía así de garante de un orden fijo en la vida para todos aquellos que no eran capaces de procurárselo por sí mismos.
“¡Nosotros... queremos llegar a ser lo que somos -los nuevos, los únicos, los incomparables, los que se fijan su propia ley, los que se crean a sí mismos!”
Por primera vez el hombre se enfrenta a la tarea de tener que construir su mundo, su verdad y sus valores desde sí mismo, con sus propias fuerzas y su propia voluntad.

(Charo Greco y Ger Groot en el prólogo de "La Gaya Ciencia" de Nietzsche)

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